Para el judaísmo los nombres son mucho más que simples etiquetas para identificar a las personas. Constituyen claves para descifrar patrones culturales dentro de la historia judía y a la vez, revelan parte de las orientaciones sociales y políticas de los judíos a través de los siglos. En los tiempos antiguos, los judíos generalmente utilizaban nombres relacionados con algún evento importante que hubiese sucedido durante el nacimiento. Con frecuencia, el nombre tenía un significado simbólico y denotaba un deseo de buena fortuna para el recién nacido o un agradecimiento al Todopoderoso.
La costumbre entre los antiguos hebreos era la de nombrar a los varones en el momento de su nacimiento; posteriormente, el niño recibía su nombre oficial en la ceremonia de circuncisión.
En el período bíblico temprano los nombres eran posesión exclusiva de la persona a la que se le confería. Cada niño llevaba un nombre propio, único y nadie podía usar ese nombre de nuevo. Aún en las familias reales no se repetían los nombres. De hecho, ninguno de los 21 reyes de Judea llevó el nombre de David, el primero de la dinastía y durante un extenso período no encontramos recurrencia de nombres tradicionales como Abraham, Isaac, Jacob, Moisés y muchos más. Fue hasta el período bíblico tardío cuando los nombres comenzaron a repetirse.
En un principio, los nombres que utilizaban los judíos eran hebreos, pero en los años que siguieron a la destrucción del primer templo y al cautiverio babilónico, comenzaron a aparecer nombres extranjeros o con influencias del exterior. Así surgieron dos grupos con tendencias contradictorias: el nacionalista y el asimilacionista. El primero se caracterizaba por su fervor patriótico que se hace evidente en su leal devoción al uso del idioma hebreo y por la reaparición de los nombres bíblicos. Esta devoción por el judaísmo no sólo se remontaba hacia un pasado glorioso, sino que además de revivir los nombres olvidados, los patriotas judíos de este período crearon nombres que no aparecían en los primeros libros del Pentateuco, como Nehemías y Jasadia, que expresan un sentimiento de esperanza, de alegría y de fe en el Todopoderoso.
A la vez existía una tendencia a asimilar e imitar formas extranjeras. Es así que encontramos nombres con raíz hebrea pero convertidos al arameo y nombres perso-babilónicos entre judíos, muchos de los cuales persisten hasta la fecha como es el caso de Mordejai y Shabetai.
Durante el reinado de Alejandro Magno se siguieron inventando nombres hebreos y en el período hasmoneo -cuando la cultura helenística dominaba el mundo occidental- los nombres griegos se popularizaron entre los judíos y se cantinuaron usando siglos después de la destrucción del segundo templo en 70 e.c. Durante la Edad Media los judíos comenzaron a llamar a sus hijos con sus nombres bíblicos que no habían sido usados durante años como: David, Salomón, Moisés y Abraham. En este época surgió también la costumbre de utilizar términos abstractos para servir de patronímicos, entre los que se encuentra Emuna (fe) y Nissim (milagros).
Hasta el siglo XII los judíos de Babilonia continuaron usando nombres arameos, persas y árabes. Por su parte, los judíos que habitaban en occidente llamaban a sus hijos con nombres cristianos, que en muchos casos eran traducciones del hebreo. A partir de entonces fue tan frecuente el uso de nombres no judíos que las autoridades rabínicas decretaron que todo niño judío tenía que recibir un nombre hebreo en el momento de su circuncisión. De aquí surgió la costumbre de utilizar dos nombres, uno hebreo para las cuestiones religiosas y otro no judío para los aspectos civiles y legales.
En la actualidad, entre algunos sectores del pueblo judío prevalece la costumbre de nombrar a los recién nacidos en memoria de un familiar fallecido, práctica que parece haber comenzado en la época de los hasmoneos. En principio, ésta era una tradición exclusiva de la familia real y de la aristocrácia, pero paulatinamente se fue extendiendo hasta convertirse en una conducta generalizada