El mayor espectro que sigue rondando a Israel y al pueblo judío al comienzo del siglo XXI es la oleada de terrorismo árabe, musulmán y palestino que se ha abatido durante el último año. En sí mismo, no es una amenaza nueva, ya que este fenómeno ha acompañado al Estado de Israel durante los 53 años de su existencia. Tampoco es un problema aislado porque el terrorismo no conoce fronteras y ha estado intrínsicamente implicado en numerosos conflictos étnicos, religiosos y políticos en diferentes partes del mundo.
El brutal ataque al World Trade Center en Nueva York y al Pentágono en Washington en septiembre del 2001, con un saldo de miles de víctimas, fue un triste recordatorio de la amenaza del terrorismo y subrayó, más que ningún otro evento, el abismo que existe entre el Islam y occidente. A pesar de la oposición de quienes intentan construir una coalición con los árabes para derrotar a Osama bin Laden, a la organización Al Qaeda y a los talibán en Afganistán, ésta es una guerra entre dos civilizaciones cuyos valores son esencialmente distintos.
El “mujahidin afgano”, los disidentes saudis y egipcios así como los otros grupos que actúan como punta de lanza del radicalismo islámico, se sienten comprometidos a participar en una lucha incansable no sólo contra occidente y sus valores, sino contra los regímenes musulmanes seculares y su cultura herética y tolerante que “ha sido corrompida por la civilización liberal. Los terroristas son representantes de la revolución islámica que intenta destruir las influencias externas, particularmente a lo que Bin Laden llama la “civilización judeocruzada”.
Los terribles acontecimientos en Estados Unidos señalan hasta qué grado el resurgimiento del fundamentalismo islámico representa una amenaza para la seguridad física. A la vez, demuestran el violento odio que los terroristas experimentan hacia las formas democráticas de gobierno y su prosperidad capitalista, a lo que consideran su “decadente” cultura, su sexualidad inmoral y la marginación de las creencias religiosas.
En este esquema, Estados Unidos e Israel han sido hermanados por un islam resurgente como el “Gran” y “Pequeño” Satán, respectivamente. Desde la Revolución Islámica de Irán en 1979, ambos han sido demonizados y marcados como la fuente de todos los males del mundo y el mayor peligro para la nación musulmana. No sólo porque consideran que Estados Unidos apoya la “ocupación” israelí sino por su apoyo a los regímenes musulmanes heréticos que ayudan a afianzar los intereses imperialistas norteamericanos.
Su implacable hostilidad abarca los ataques a civiles inocentes, justificados con referencias a la “Guerra Santa” (Jihad) o las obligaciones religiosas. Esta corriente fundamentalista se encuentra en un vacío ideológico desarrollado a raíz del colapso del comunismo soviético (el muhajiden afgano, con la ayuda de Estados Unidos, contribuyó significativamente a la caída de la Unión Soviética) y al consecuente deterioro del nacionalismo árabe secular. El fundamentalismo se alimenta de la frustración y retroceso de las masas musulmanas, millones de seres que en gran parte del mundo árabe e islámico viven bajo regímenes déspotas. Los radicales, inicialmente financiados por la riqueza petrolera de Arabia Saudita y actualmente por los millonarios revolucionarios como Bin Laden, han demostrado su capacidad para asesinar a miles de personas, y si logran obtener acceso a las armas nucleares, biológicas o químicas, podrán ocasionar la muerte a millones de seres.
Tanto Israel como los judíos de la diáspora tienen razones especiales para preocuparse. La judeofobia islámica es la más virulenta, activa y totalitaria forma de antisemitismo que actualmente existe. El enorme resentimiento hacia los judíos e Israel tiene distintas aristas. En primera instancia se encuentra el rechazo absoluto a la simple idea de una soberanía judía o un estado en ese territorio. Esto es Dar al-Islam (la morada del Islam), y conlleva una oposición absoluta a la existencia del Estado de Israel en la región. Para los fundamentalistas, el conflicto entre palestinos e israelíes no es esencialmente territorial o nacional, de hecho, no está sujeto a ningún compromiso o “regateo” racional.
Palestina es, para los radicales, tierra musulmana, santa e inalienable, la cual ha sido usurpada por extranjeros colonialistas e imperialistas. Más aún, Israel es percibido como la punta de lanza de las fuerzas antiislámicas en Medio Oriente, como una entidad ubicada en dicho territorio por las potencias occidentales con el fin de destruir a la sociedad y la cultura musulmanas. El sionismo, desde esta concepción, es una manifestación de los elementos ocultos y obscuros que amenazan la integridad de la umma (nación) islámica; es símbolo de los peligros del secularismo, de la moderna cultura de masas, de la pornografía, de las drogas, de la prostitución y de otras patologías cuya fuente de origen es el “Gran Satán”, los Estados Unidos. La existencia de Israel y sus ciudadanos árabes implica la transgresión de una premisa esencial del fundamentalismo islámico: la hegemonía otorgada por Dios a los creyentes musulmanes sobre los infieles. La umma musulmana puede extender su “protección” sobre judíos y cristianos como ciudadanos dhimmis bajo su jurisdicción, pero nunca deberá ser gobernados por éstos.
En este contexto, el Jihad en contra de Israel es un elemento central en los movimientos de resistencia islámica como es el caso de Hamas o Hezbolá, con el fin de restaurar el sentido de superioridad que los guerreros islámicos adquirieron durante el siglo VII, a raíz de la conquista del profeta Mahoma. Basados en tendenciosas interpretaciones del Corán, en tradiciones antisemitas de la Europa medieval o en falsificaciones como “Los Protocolos de los Sabios de Sión”, los fundamentalistas han construido elaboradas fantasías sobre el poder de los judíos y la manipulación sionista de la civilización occidental.
En esta guerra ideológica, política, cultural y militar en contra de Israel, todo mal imaginable es atribuido a los judíos. Comúnmente son representados como crueles, egoístas, vengativos, y, sobre todo, racistas y arrogantes. Estos estereotipos han tenido una enorme resonancia, en países árabes y musulmanes, como en Pakistán, Irán, Sudán y aún en Afganistán.
El Estado de Israel no es la única víctima de una intensa campaña de atentados suicidas palestinos y fanáticos islámicos, que amenazan el derecho básico de todo ciudadano a vivir en paz. Las comunidades judías de gran parte de la diáspora, se ven confrontadas por poblaciones musulmanas que han sido contaminadas con ideologías fundamentalistas que los incitan a realizar actos antisemitas. En el caso de Europa, el voto musulmán ha adquirido una creciente influencia en la clase política, lo que le permite ejercer presión para que adopten posturas antiisraelíes y pro-árabes. La penetración de la inmigración musulmana en Europa y Estados Unidos, podrá representar un problema serio para los judíos así como para la población cristiana. Este peligro ha sido disfrazado con un discurso antiracista que trivializa y falsifica las dificultades implícitas en todo proceso de integración. De hecho, hasta antes de los recientes ataques terroristas en Estados Unidos, cualquier discusión crítica sobre el islam era, virtualmente, un tabú en los círculos intelectuales europeos, quienes se sentían intimidados ante la posibilidad de ser acusados de racistas.
Hay quienes creyeron -entre ellos muchos judíos- que después del 11 de septiembre del 2001, las circunstancias cambiarían. Pensaron que Occidente finalmente tomaría medidas serias contra el terrorismo árabe y musulmán. Estas posturas fueron demasiado optimistas. Israel ha sido aislado ante la posibilidad de que los países árabes y musulmanes se opongan a participar en la “gran coalición” en contra de Osama bin Laden y el talibán. Irán, Sudán, Siria, Yemen, Pakistán, Egipto y Arafat, así como Arabia Saudita, están siendo cortejados, a pesar de que todos ellos son fuente de terrorismo islámico.
Mientras que Arafat continúa provocando a Israel, impulsando el terror a costa del bienestar de su propio pueblo, la mayor parte del mundo culpa a Israel de la violencia en la región. El único consuelo en este difícil panorama es el mediocre liderazgo de los radicales islámicos. Al llegar a extremos inhumanos han demostrado que poseen un don para inventar y crear enemigos, y que los judíos e Israel no son sus únicos adversarios. Este, sin embargo, es un triste consuelo, porque se perderán incontables vidas inocentes antes de que el monstruo fundamentalista sea destruido.
* Robert S. Wistrich es profesor de Historia Europea Moderna en la Universidad Hebrea de Jerusalem. Este artículo apareció publicado en la revista Gesher, Journal of Jewish Affairs, en noviembre del 2001