Dejar el propio país es un acto de tristeza. Aunque el futuro parezca prometedor, aunque el pasado haya sido ingrato, aunque sean muchas las ilusiones que guíen los pasos del emigrante, su imagen es la de un hombre —o una mujer— que sufre una ruptura, una separación radical. El emigrante cruza una frontera por cuestiones de supervivencia, huyendo de la persecución o del hambre, del hostigamiento o de un futuro sin futuro.
Llega a otro país, sin saber si es su destino final. Se encuentra con otro idioma, o por lo menos con otras costumbres, otra manera de nombrar el mundo, otras formas de verlo. Intenta adaptarse. No es fácil.
No logra desprenderse de su patria. No sabe si quiere olvidarla. Quizá se siente traidor. Aun así, pone en juego todas sus habilidades para ser aceptado. Le cuesta. No basta una sonrisa y buena voluntad. Es visto con recelo. Es un extranjero. Un extraño. Uno que no es como los demás. Es más opaco, porque es distinto. Si se reúne con otros compatriotas exiliados, probablemente acabe inmerso en su grupo, con un apego absoluto a su cultura, acusado de “separatista”. También es posible que, ante el sentimiento de impotencia que provoca pertenecer a una minoría, se defienda reivindicando una superioridad imaginaria, sufriendo el aislamiento colectivo.
Si opta por enfrentarse solo al mundo, posiblemente logre la aceptación, pero a costa de la pertenencia. Ser de ninguna parte. Alejarse del origen y renegar de los que son como él. O quizá prefiera afirmar su doble pertenencia, intentando unificarla; ardua tarea. Servidor de dos amos, no sabe qué hacer con la nostalgia a cierta patria lejana, suya o de sus antecesores. ¿Puede extrañar a otro país sin despertar sospechas? ¿Puede recordarlo sin idealizarlo? ¿Puede apreciar la nueva realidad que lo acoge sin que ésta se vea ensombrecida por el dolor de la distancia? Quizá no lo logre, y deambule por su existencia odiando la causa de su condición de extranjero, su imposibilidad de ser un individuo “normal”.
Por mucho que sufra la separación, al extranjero que se ha radicado en otro país no le resulta fácil volver. Porque aunque regrese, ya está roto. Aprendió a amar al pueblo que lo acogió, ha construido ahí una vida. Si se va, se lleva con él la nostalgia de todo lo vivido durante los años de ausencia. A pesar de las dificultades, de la añoranza, de la soledad, ha encontrado una segunda patria. ¿Cómo borrar de su biografía las huellas de las vivencias lejos del hogar? ¿Cómo volver a ser ése que fue antes de partir por primera vez?
La identidad fragmentada para siempre, siempre en conflicto, siempre en duda. También los beneficios: los extranjeros, como individuos o grupos, estrenan vínculos, descubren más sitios y personas queridos, más oportunidades; intercambian con sus nuevos vecinos sueños, formas de vida, ocasiones de gozo, proyectos, principios. Dos culturas se entretejen, dejan huellas y los forman. Los emigrantes son seres valientes, que asumen riesgos, que voluntaria o involuntariamente apuestan todo lo que les brinda seguridad: la nación, la tierra, la familia, el pasado. Son mensajeros que pagan el hospedaje con saberes y experiencias adquiridos en su país. Son constructores de puentes y de posibilidades inexploradas.
Refugiados, exiliados, extranjeros, emigrantes, desterrados, deportados, expatriados, asilados… todos estos conceptos designan al extraño, al que vive fuera de su país, sin importar la causa. ¿Cuáles son los obstáculos que enfrentan? ¿Cómo irrumpe lo público en su vida privada? ¿Cómo se construyen en esta situación de excepción?
Las respuestas sólo pueden pensarse a partir de lo vivido. En estas páginas acompañamos en su travesía a los judíos, extranjeros durante dos milenios, a pesar de que la mayoría no se siente fuera de su patria: extranjeros por extraños, por profesar una religión y tener una historia distinta a la de la mayoría; extranjeros por transeúntes, porque sus estadías han sido siempre provisionales. El trayecto y la estancia en feudos, comarcas y ciudades les da la oportunidad de abrirse a realidades ajenas, de intercambiar percepciones y de adquirir habilidades. Entablan diálogos que cruzan los tiempos y las distancias, y pasan a formar parte de su equipaje. Extranjero no es sinónimo de víctima, y en el caso de los judíos —hasta antes de la discriminación por “raza”— cualquiera podía abandonar su grupo e intentar sumarse a la mayoría dominante a través de la conversión, aunque este “ser otro” implicara perder la fuerza espiritual que ofrecían el origen, el destino y la cultura comunes. Si en las siguientes páginas predomina la parte sombría de la condición del extranjero es porque nuestra mirada está puesta en el anfitrión: el pueblo, hospitalario y hostil, voluble y equívoco.
Indudablemente, el caso de los judíos es único por diversas razones, pero ¿acaso cada historia individual o grupal no es única a pesar de que comparte elementos con otros testimonios? Abordar su historia nos permitirá acercarnos a las conquistas grupales y a las tragedias personales de aquellos que son vistos como extraños; a las grandes derrotas y a los logros efímeros. Nos permitirá entrever lo que vive el otro cuando es despreciado y, quizá, descubrir alternativas a una situación que se presenta como irremediable.
Hablar del otro es también hablar de nosotros. Si el extraño es rechazado, somos los anfitriones quienes, ante la amenaza a nuestra identidad, reaccionamos como ante un rival. Los prejuicios, los estereotipos, los mitos y las acciones discriminatorias, más que aludir al grupo de extranjeros revelan la personalidad individual y colectiva de quienes los excluyen y de quienes los albergan. La historia de los judíos nos permite recorrer una amplia gama de culturas, de ideologías, de formas de estar en el mundo. Y nos deja observar la genealogía de la intolerancia.
La historia de los judíos —de la que aquí sólo tomamos algunos segmentos— es un hilo conductor que nos lleva desde tiempos remotos hasta la actualidad a través de una reiteración: el miedo al otro; a ése que, siendo igual, es distinto. Miedo que despierta el miedo de los judíos, cuya condición de apátridas los condena siglo tras siglo en forma intermitente a la explotación, la expulsión y el acoso. La hostilidad hacia ellos reaparece en el campo y en las ciudades, en los países cristianos y en los musulmanes, en las fábricas y en las universidades. Los móviles y las técnicas se modifican. El antagonismo se mantiene.
Prácticamente hasta la creación del Estado de Israel los judíos son extraños, ajenos, extranjeros en casi todas partes. Conocen épocas de paz, seguridad y esplendor que parecen anunciar su aceptación en diferentes sociedades, pero la historia los desengaña. España no es la “Nueva Jerusalem”. Ámsterdam tampoco. Ni París.
Asumiendo su existencia fuera de Israel, en lo que se ha llamado la Diáspora, se desarrollan en naciones que se atribuyen el privilegio de conceder la vida y la dignidad. Los judíos, errantes entre la buena voluntad y la crueldad, la irracionalidad y la justicia, la equidad y la ambición, atraviesan la historia con su origen y su identidad. Se enriquecen y enriquecen a sus vecinos enfrentándolos a escenarios inéditos. Ambos se transforman. Pero los cambios en su fisonomía y en su travesía no siempre son registrados por las sociedades: los conceptos de israelita, hebreo, judío e israelí, aunque designan diferentes momentos de la historia —el surgimiento del pueblo, la época del reino y la del exilio, el Estado de Israel— a menudo son considerados uno y lo mismo. Para el antisemita los judíos no cambian.
El estigma los persigue a donde van.
Cuando sufren el desprecio de las mayorías, responden como todos los grupos minoritarios: apartándose, asimilándose, exigiendo justicia o suplicando, adoptando actitudes humildes o soberbias, valorando el estigma como un sufrimiento que los convierte en seres elegidos, integrándose sin negar sus orígenes o castigándose mediante el autoodio. Depende de las circunstancias y de los individuos. Sus esfuerzos por ser “normales” suelen ser inútiles: pobres o ricos, favorecidos o marginados, cultos o ignorantes, en cualquier momento pueden recobrar su calidad de asilados y advenedizos; o por lo menos, de extranjeros en los que no se debe confiar. Esto no impide que una minoría alcance situaciones privilegiadas. Encontramos a los judíos en diferentes puestos: consejeros y ministros, comerciantes y médicos, artistas o intelectuales. También son sastres, buhoneros y, en raras ocasiones —cuando los gobernantes les otorgan el privilegio—, soldados. Cada época los ubica en diversos niveles de la escala de valores, a veces en forma simultánea: son deicidas, descreídos, traidores, satánicos, falsos, holgazanes, trabajadores, comunistas, reaccionarios, geniales, corruptores, avaros, ostentosos, honestos, usurpadores y víctimas. El mito permite integrar en una imagen elementos contradictorios e incluso inexistentes.
En cualquier caso, extranjeros: simples ejemplares de esa masa amorfa, pocas veces son percibidos por la mayoría como individuos que piensan, sienten, desean y son. Comparten la calidad de “extraño” con cada individuo que por razones económicas o políticas ha tenido que vivir como extranjero, atravesado por la nostalgia y el rechazo, por el derecho a la vida y la acechanza de la muerte. Con todos aquellos que buscan refugio en un mundo donde la hospitalidad se topa constantemente con las fronteras erigidas por el temor. Un mundo que suele retocar su pasado y se rehúsa a responsabilizarse por su presente.
Fragmento del libro Rasgando el tiempo. Los judíos, extraños en la casa, de Esther Charabati e ilustrado con 22 obras de la artista plástica Claudia Nierman, publicado por Tribuna Israelita y presentado en la Librería Gandhi por Miguel Ángel Granados Chapa, Roberto Blancarte y Eduardo Luis Feher.
Fecha de Impresión: Agosto, 2006