El hombre es demasiado pequeño, demasiado miserable e ínfimo para tratar de comprender las misteriosas vías de Dios. Pero, ¿qué puedo hacer? No soy un sabio, un justo, no soy un santo. Soy una simple creatura de carne y hueso. Sufro el infierno en mi alma y en mi carne. Tengo ojos y veo lo que aquí se hace. ¿Dónde está la misericordia divina? ¿Dónde está Dios?
Este testimonio, recogido por Elie Wiesel –Premio Nobel de Literatura 1986, él mismo un superviviente de los campos de Buna y Buchenwald- nos puede dar un pequeño indicio del terrible sufrimiento moral que significó para las víctimas la persecución y el procesamiento en la así llamada “Solución Final”. Desesperar, ya no sólo de la propia posibilidad de permanecer íntegro o de sobrevivir, o incluso de aquello que pueda ocurrir con la familia o el pueblo al que uno pertenece, sino llegar al extremo de dudar que siquiera exista un sentido de la vida por la atrocidad que uno presencia –y padece- un día tras otro, y ello en cientos de miles, en millones de personas, es algo que estamos obligados moralmente a reflexionar.
Trataré de dibujar con pocos trazos el conflicto ético que nos plantea este evento histórico, para después relacionarlo con la vida de nuestro presente y la respuesta que podemos dar. Ya desde ahora les adelanto parte de la conclusión: para poder decir Nunca Más, y que ello no se convierta en un slogan vacío, tenemos que formarnos en la decisión. O decidimos nosotros, o alguien decidirá usurpando nuestro lugar. O decidimos bien, o nunca habrá tiempo suficiente para arrepentirnos.
Vamos a lo primero. El intento de exterminio que sobre el pueblo judío desató el régimen nazi y sus satélites es inédito; el contexto en el que se dio este intento no lo hace menos condenable, sino todo lo contrario. No olvidemos que este evento se dio simultáneamente a un plan militar de conquista, a un gobierno totalitario, a medidas tajantes de eugenesia y eutanasia, a una ideología neopagana que copaba todo medio de comunicación disponible, a la salvaje persecución a otras poblaciones (basta pensar en los mensajes sobre “el problema gitano” y los más de 50 mil de ellos ejecutados en cuestión de días en 1944), a la manipulación sistemática de los niños pequeños educados por el sistema.
Lo que quiero subrayar es que no podemos tranquilizarnos pensando que todas estas tragedias fueron originadas en la mera demencia de los líderes nazis. Ello reduciría el problema a unos cuantos cientos de psicópatas. No; lo realmente espantoso es la frialdad, la “racionalidad” de estos mecanismos, la enorme masa de evidencia que acusa: “aquí hay cómplices”.
Hitler podía gritar y manotear su grotesca rabia, pero fueron cientos de miles los que repitieron sus ideas en las escuelas, los que manejaron los trenes, los que tendieron las cercas. Muchos más simplemente callaron, y con ello hicieron posible el crimen. Muchos respiraron aliviados de no ser ellos los perseguidos, y prefirieron mirar para otro lado. Los ejércitos aliados prefirieron bombardear objetivos “rentables” en la lógica de la guerra, y casi con disgusto avanzaron finalmente sobre los campos en los que a diario miles de niños, que entraron caminando por su propio pie, en cuatro horas se convertían en una nube de ceniza.
Investigadores muy serios llegaron a esta conclusión: la gran mayoría de los perpetradores fueron gente común (Ordinary Men se llama el libro de Christopher Browning en el que se documenta casos concretos). ¿En qué sentido eran gente común? Obviamente no en los efectos de su acción, sino en sus parámetros de decisión. ¿Por qué colaboraron? ¿Por qué se sumaron a un crimen clamoroso? Porque alguien lo ordenó. Porque era un deber patriótico. Porque oponerse era mal visto. Porque aquellos finalmente no eran hombres, como nosotros: eran algo menos, por ser distintos. Porque uno se atreve en grupo a aquello que nos avergonzaría intentar individualmente. Porque uno creyó en las promesas de mejora económica. Porque un daño a otro atraía beneficios para mí y los míos. Porque los símbolos eran vibrantes y la música atronadora, y uno más que pensar, sentía. Porque es gratificante y embriagador percibirse poderoso, impune. Porque nos da miedo decir no, y afrontar las consecuencias… Terrible; “buenas personas” alimentaron con tesón la máquina de la muerte. Y más terrible aún, se parecen muchísimo a nosotros.
No sólo se ha estudiado el perfil de los perpetradores; se ha estudiado también la personalidad de los rescatadores. Hubo quien dijo no. Miles de daneses no judíos salvaron, poniendo en botes, a miles de judíos en una sola noche. En el mismísimo Berlín sobrevivieron aproximadamente cinco mil judíos, escondidos por sus vecinos o por desconocidos que accedieron a ello. Y como en el caso anterior, no tienen –la mayoría de los rescatadores- rasgos aparatosos que los distancien de nosotros. La gran mayoría no eran líderes sociales, místicos excepcionales, profesionales del altruismo, gente que ya hubiera nacido para santo y se hubiera limitado a seguir fatalmente su destino.
Fogelman (Conciencia y Valor) y otros estudiosos mencionan algunos factores cruciales: sentido de justicia y equidad, aprecio por la vida, comprensión de la diferencia, una educación con “casa abierta”, es decir, una infancia en la que se descubre que los padres de uno frecuentan a gente más allá de la familia consanguínea, que pueden departir con gente de costumbres variadas; aplomo, sensibilidad ante la pérdida que otros experimentan. Me interesa destacar, como hacen muchos de estos historiadores y psicólogos sociales, un rasgo central: independencia de criterio. ¿A qué me refiero? Los que ayudaron se caracterizaban por algo: eran gente de palabra y convicción, y no sometían sus certezas a las reacciones mayoritarias; sabían qué era aceptable y qué no, qué era tolerable y qué no; distinguían entre prudencia y cobardía; no eran necesariamente pro-semitas, sino anti-discriminatorios; no iban por la calle buscando ser mártires, pero cuando alguien tocó a su puerta no se escabulleron tras los pretextos, no se escudaron en ideas como “el sistema es así”, “uno no puede cambiar las cosas”, o “yo ya tengo mis propios problemas”. Se atrevieron a ser diferentes, a asumir la alternativa de seguir su conciencia.
La conclusión a la que llego, y que quiero compartir con ustedes, es sencilla. Ambas posibilidades están en mí, en ti, en cada uno. Hay dos caminos, y ambos están a nuestro alcance. Hay un pequeño paso entre ser comodino y ser cruel. Hay un paso entre ser prejuicioso y convertirse en cómplice. Hay un paso entre ser superficial y acabar manipulado. Dar el paso es a veces tan fácil… si no fuimos fieles en lo poco, difícilmente lo seremos en lo mucho, en situaciones más exigentes.
Quiero explicarme bien: estamos llamados a ser mujeres y hombres en los que resuene la voz de la conciencia al volumen justo… una voz que no sea opacada por el ruido externo, como la estática de un radio, sino que trasmita fuerte y claro las exigencias del respeto al otro. Decidir, tener independencia de criterio es un rasgo positivo y determinante sólo si se trata de un criterio formado, de una conciencia madura. Es inútil pensar que la conciencia, como luz que guía, se enciende espontáneamente, sin cultivo, sin esfuerzo, sin alimentar su fuego.
No olvidemos: los perpetradores fueron gente común, poco exigente con su propia conciencia, con criterios simplones y masivos. Y las situaciones de hoy son tal vez menos virulentas –o no tanto, como se sigue de la presentación del Mtro González- pero igualmente nos dan la ocasión de perder la brújula. Hay, por así decirlo, un nazismo-ambiente: el mal difuminado e industrializado; la cultura de la muerte que autoriza la violencia al no reconocer la persona del otro, sólo porque es judío, kosovar o embrión; el eufemismo, con el que las peores bajezas son como justificadas y normalizadas, impidiendo que sean denunciadas por su nombre; una planeada desintegración de la familia que recuerda las separaciones, las “selecciones” de los campos de exterminio; el planteamiento de metas institucionales que deben ser cumplidas sin reparar en costos, sin miramientos por el bien de las personas, sin importar si los medios son honestos.
Entonces, ¿cómo formar nuestra conciencia? ¿cómo negarnos a ser cómplices? Debemos recordar… Nosotros recordamos se llama el documento que la Iglesia Católica propuso a sus fieles para no permitirnos la indiferencia ante este hecho histórico, para hacernos ver que hoy, a más de cincuenta años, callar es conceder y sumarse al crimen. Una muy notable iniciativa para no olvidar es la Marcha de la Vida, una manifestación en la que jóvenes judíos de todo el mundo, desde hace algunos años, rehacen el camino –llamado entonces “de la muerte”- que seguían los prisioneros entre Auschwitz y Birkenau. Les pido que observemos estas imágenes.
Vivenciar los lugares, escuchar testimonios, hacer uno mismo historia con el grito silencioso de la presencia, son valiosísimas formas de activar la conciencia. El grupo de profesores que estamos ante ustedes tuvimos la oportunidad, gracias a la generosidad de la Comunidad Judía de México y apoyados por la Universidad, de seguir el mismo recorrido.
Nosotros, la Universidad Anáhuac, queremos insistir una y otra vez: hay una forma de vida distinta y superior, más digna que lo que nos ofrece el entorno; podemos atrevernos a ser coherentes; el hombre no fue creado para ser maltratado o usado, sino para ser feliz y amado. Por eso hemos querido subrayar la dimensión formativa; por eso vinculamos la profesiones con la ética; por eso no queremos ver las tragedias naturales –terremotos, inundaciones- como fatalidades lejanas sino como oportunidades para la solidaridad y el compromiso; por eso brindamos un espacio a toda manifestación en favor de la vida. Queremos prepararnos para que, al ser cuestionados por la situación, rechacemos la cultura de la muerte y optemos por la vida. Para que nuestras vidas sean garantía del Nunca más.
Regreso al inicio: el mal que atenazó a los que sufrieron en los campos, hizo que muchos desesperaran de Dios. Pero no era Dios el que estaba ausente; Él nos quiso libres y se abstiene de obligarnos mecánicamente al bien. El que no estaba ahí era el hombre… entonces la pregunta precisa es: ¿Dónde está la misericordia humana? ¿Dónde está el hombre? Propongámonos decir: Aquí, aquí estoy, soy yo.
* David Calderón es Maestro en Filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México y candidato a doctorado por la misma instancia.
Es Coordinador General de Humanidades de la Universidad Anáhuac.
Ha publicado numerosos artículos de tipo cultural. Ha realizado traducciones del italiano y portugués de textos teológicos y fue revisor de la traducción al español de la Biblia publicada por la Sociedad de San Pablo. Es uno de los autores del libro Identidad, Diversidad y Concencia editado por la UIA. Recibió la medalla Alfonso Caso al Mérito Universitario, otorgada por la UNAM por el mejor promedio de estudios de Posgrado en Filosfoía del período 1991-1998.
Participante del “Viaje de Estudios a Polonia e Israel” para académicos mexicanos organizado por Tribuna Israelita en octubre de 1999.