En el curso de la historia, las relaciones judeo-cristianas han estado caracterizadas por la ambivalencia. Así, por un lado han prevalecido las confrontaciones teológicas, las diferencias en concepciones religiosas, los prejuicios y las persecuciones, mismas que dejaron una marca indeleble en la memoria de ambas comunidades.
Sin embargo, en los últimos años y a raíz de la Declaración Nostra Aetate publicada el 28 de octubre de 1965, los contactos sufren una transformación radical. En efecto, el principio medular que emana de dicho documento consiste en el “respeto para otro, tal como es, sobre todo por su fe y sus convicciones religiosas”, actitud que contrasta con el marcado antagonismo de antaño.
Resulta imperativo realizar un recuento de la evolución de este diálogo, así como del estado actual que guardan las relaciones judeo-cristianas, especialmente porque hoy en día la distensión y la reconciliación permean las diferentes modalidades de convivencia en el mundo.
Al concluir la tragedia del Holocausto, la comunidad cristiana se sintió obligada a reconsiderar las posturas teológicas medievales que hablan condicionado sus contactos con los judíos. A partir de 1945 las organizaciones eclesiásticas nacionales e internacionales, el Consejo Mundial de Iglesias y las Conferencias Episcopales entre otras -han abordado el tema, denunciando el antisemitismo y modificando las expresiones litúrgicas que se referían al judaísmo en términos denigrantes.
El monólogo ha sido lentamente reemplazado por el diálogo a partir de la publicación de Nostra Aetate, que ha sido catalogado por el Papa Juan Pablo II como “una palabra de sabiduría divina y una expresión de fe”. Más aún, el permanente anhelo de unión y reconciliación entre ambas comunidades se expresa fielmente en las palabras de Su Santidad en su reciente visita a México: “Vivimos en un mundo fragmentado que sufre por sus divisiones, pero al mismo tiempo, en un mundo marcado por una búsqueda de la unidad, de la reunificación y de la reconciliación. Debemos seguir este camino. El pueblo judío es nuestro hermano mayor; los cristianos también somos descendientes de Abraham, nuestro padre común en la fe”.
En este documento la Iglesia anula el argumento deicida que prevaleció durante siglos -eliminando así el prejucio por el que durante siglos se culpó a los judíos de la muerte de Jesús. El Concilio pone de relieve, que a los judíos como pueblo, no se les puede imputar culpa alguna, atávica o colectiva, por lo que se hizo en la “Pasión de Jesús”, ni indistintamente a los judíos de aquel tiempo ni a los que han venido después, ni a los de ahora.
A la vez, en la Declaración, se “deploran los odios, persecusiones y manifestaciones de antisemitismo de cualquier tiempo y persona contra los judíos” y se promueve la comunicación con la comunidad judía. Años después, en 1975, el Vaticano publicó las Sugerencia para la Aplicación Práctica de la Declaración en donde, no sólo se deplora sino se “condena” el antisemitismo y se recuerda a los católicos que el “Concilio basa sus enseñanzas en circunstancias que se ven profundamente afectadas por la memoria de la persecución y masacre de los judíos europeos durante la segunda guerra mundial”. Esta postura ha sido reafirmada durante el pontificado de Juan Pablo II quien declaró que no hay justificación teológica para ningún acto discriminatorio o persecutorio contra los judíos. De hecho, esos actos deben considerarse como pecaminosos ya que el antisemitismo está en total contradicción con la concepción cristiana de la dignidad humana.
Uno de los gestos más significativos en el desarrollo de las relaciones judeo-cristianas fue la visita del Papa Juan Pablo II a la Gran Sinagoga de Roma en 1981.
La visita del Pontífice al templo judío, ubicado junto al Pórtico de Octavia, el ingreso al ghetto en el que la comunidad judía vivió durante siglos, es un patente reconocimiento a los sólidos vínculos y al común patrimonio espiritual que existe entre los cristianos y el pueblo judío.
Al mismo tiempo estos años de acercamiento han reafirmado la naturaleza ambivalente de estas relaciones. Es así, que al margen de los logros alcanzados en esta materia, han existido numerosas polémicas que momentáneamente han obscurecido el horizonte. Entre ellas destacan las controvertidas visitas de Yaser Arafat, líder de la OLP, al Vaticano y el encuentro del Papa Juan Pablo II con Kurt Waldheim, presidente de Austria, después de que se había puesto en tela de juicio su solvencia moral por su participación en las operaciones del ejército nazi en Grecia.
El hecho que causó mayor consternación en el seno del pueblo judío, se originó en Polonia. En 1984 se estableció un convento de monjas carmelitas en Auschwitz, construido en el perímetro del antiguo campo de concentración, en el edificio donde los nazis almacenaban el gas zyklon b utilizado para asesinar a los judíos. Auschwitz es, por excelencia, el símbolo del Holocausto judío y ha sido declarado por la UNESCO patrimonio de la humanidad.
Después de meses de álgidas discusiones, en febrero de 1987 se firmó un acuerdo entre representantes de la Iglesia Católica y de las organizaciones judías, con el objeto de transferir el convento fuera de los territorios del campo de la muerte y en su lugar construir un centro de diálogo ecuménico. Fue hasta 1989, cuando gracias a la afortunada intervención del Papa Juan Pablo II y tras numerosas controversias, que el cardenal Joseph Glemp de Polonia resolvió cumplir el acuerdo, no sin antes haber externado consignas antisemitas por lo que fue severamente criticado.
El punto culminante de las relaciones judeo-cristianas apunta a la normalización de las relaciones entre el Vaticano e Israel y al Reconocimiento a la indivisibilidad de Jerusalem, capital eterna de Israel y alma del pueblo judío.
Negar las diferencias existentes entre ambas religiones es negar la realidad ya que cada una se mantendrá fiel a sus tradiciones. Los judíos deberán percibir a los cristianos, ya no como los perseguidores del pasado sino como aquellos que buscan un camino diferente hacia Dios. Los cristianos, por su parte, deberán tener siempre presentes los años de sufrimiento judío, en sociedades principalmente cristianas. A la vez, deberán reconocer, que el Holocausto judío el cual el Papa Juan Pablo II condenó como una vergüenza para la humanidad, constituye un fenómeno único dentro de la historia y en la sobrevivencia del Estado de Israel representa el aspecto neurálgico del judaísmo moderno.