El 16 de marzo de 1998, el Vaticano presentó el documento Recordamos: Una Reflexión sobre la Shoa en el que, de forma oficial y por primera vez, admite y deplora profundamente la insensibilidad de muchos cristianos frente al Holocausto.
A pesar de las críticas generadas, el texto difundido por el cardenal Edward Cassidy, presidente de la omisión Pontificia para las Relaciones con el Judaísmo, representa un gran paso en la historia de las relaciones judeocristianas por varias razones:
En primer lugar, cabe destacar el mérito de Juan Pablo II quien ha hecho de la buena relación con los judíos un tema central de su papado.
En segundo, el documento constituye una herramienta para impulsar la tolerancia y disminuir el antisemitismo que aún existe.
Por último, representa la deslegitimación del movimiento revisionista que intenta negar la tragedia del Holocausto.
Recordamos: Una Reflexión sobre la Shoa Texto íntegro del documento
1. La tragedia de la ‘Shoa’ y el deber de la memoria Se está concluyendo rápidamente el siglo XX y ya despunta la aurora de un nuevo milenio cristiano. El bimilenario del nacimiento de Jesucristo impulsa a todos los cristianos, e invita en realidad a todo hombre y a toda mujer, a tratar de descubrir en el devenir de la historia los signos de la divina Providencia que actúa en ella, así como los modos en los que la imagen del Creador en el hombre ha sido ofendida y desfigurada. Esta reflexión atañe a uno de los sectores principales en que los católicos pueden tomar seriamente en consideración la exhortación que dirigió Juan Pablo II en la carta apostólica ‘Tertio millennio adveniente’: “Es justo que, mientras el segundo milenio del cristianismo llega a su fin, la Iglesia asuma con una conciencia más viva el pecado de sus hijos recordando todas las circunstancias en las que, a lo largo de la historia, se han alejado del espíritu de Cristo y de su Evangelio, ofreciendo al mundo, en vez del testimonio de una vida inspirada en los valores de la fe, el espectáculo de modos de pensar y actuar que eran verdaderas formas de antitestimonio y de escándalo”. Este siglo ha sido testigo de una tragedia inefable, que nunca se podrá olvidar: el intento de régimen nazi de exterminar al pueblo judío, con el consiguiente asesinato de millones de judíos Hombres y mujeres, ancianos y jóvenes, niños e infantes, sólo por su origen judío, fueron perseguidos y deportados. Algunos fueron asesinados inmediatamente; otros fueron humillados, maltratados, torturados y privados completamente de su dignidad humana y, finalmente, asesinados. Poquísimos de los que fueron internados en los campos de concentración pudieron sobrevivir, y los que lo lograron han quedado aterrorizados para el resto de su vida Esa fue la ‘Shoa’, uno de los principales dramas de la historia de este siglo, un drama que nos afecta todavía hoy. Frente a ese terrible genocidio, que los responsables de las naciones y las mismas comunidades judías encontraron difícil de creer cuando era cruelmente perpetrado, nadie puede quedar indiferente, y mucho menos la Iglesia, por sus vínculos tan estrechos de parentesco espiritual con el pueblo judío y por su recuerdo de las injusticias del pasado. La relación de la Iglesia con el pueblo judío es diferente de la que mantiene con cualquier otra religión. Sin embargo, no se trata sólo de volver al pasado. El futuro común de judíos y cristianos exige que recordemos, porque “no hay futuro sin memoria”. La historia misma es ‘memoria futuri’. Al dirigir esta reflexión a nuestros hermanos y hermanas de la Iglesia católica esparcidos por el mundo, pedimos a todos los cristianos que se unan a nosotros para reflexionar en la catástrofe que se abatió sobre el pueblo judío, y en el imperativo moral de asegurar que nunca más el egoísmo y el odio puedan crecer hasta el punto de sembrar tal sufrimiento y muerte. Especialmente, pedimos a nuestros amigos judíos, “cuyo terrible destino se ha convertido en símbolo de las aberraciones adonde puede llegar el hombre cuando se vuelve contra Dios”, que dispongan su corazón para escucharnos.
II. Lo que debemos recordar El pueblo judío, al dar su singular testimonio del Santo de Israel y de la ‘Torá’, ha tenido que sufrir mucho en diversos tiempos y en numerosos lugares. Pero la ‘Shoa’ fue, ciertamente, el peor sufrimiento de todos. La crueldad con que los judíos han sido perseguidos y asesinados en este siglo supera la capacidad de expresión de las palabras. Y todo ello se les hizo por el mero hecho de que eran judíos. La misma magnitud del crimen suscita muchas preguntas. Historiadores, sociólogos, filósofos políticos, psicólogos y teólogos tratan de conocer más sobre la realidad y las causas de la ‘Shoa’. Quedan aún por hacer muchos estudios especializados. Pero ese acontecimiento no puede valorase plenamente sólo con los criterios ordinarios de la investigación histórica, pues exige una “memoria moral y religiosa” y, especialmente entre los cristianos una reflexión muy seria sobre las causas que lo provocaron. El hecho de que la ‘Shoa’ se haya producido en Europa, es decir, en países de una civilización cristiana de largo tiempo, plantea la cuestión de la relación entre la persecución nazi y las actitudes de los cristianos, a lo largo de los siglos, con respecto a los judíos.
III. Las relaciones entre judíos y cristianos La historia de las relaciones entre judíos y cristianos es una historia tormentosa. Lo ha reconocido el santo padre Juan Pablo II en sus repetidos llamamientos a los católicos a examinar nuestra actitud en lo que atañe a nuestras relaciones con el pueblo judío. En efecto, el balance de estas relaciones durante dos milenios ha sido, más bien, negativo. En los albores del cristianismo, después de la crucifixión de Jesús, surgieron disputas entre la Iglesia primitiva y los judíos, jefes y pueblo, los cuales, por su adhesión a la Ley, a veces se opusieron violentamente a los predicadores del Evangelio y a los primeros cristianos. En el imperio romano, que era pagano, los judíos estaban legalmente protegidos por los privilegios otorgados por el emperador, y las autoridades al principio no hicieron distinción entre comunidades judías y cristianas. Sin embargo, pronto los cristianos fueron perseguidos por el Estado. Cuando, más tarde, incluso los emperadores se convirtieron al cristianismo, primero siguieron garantizando los privilegios de los judíos. Pero grupos de cristianos exaltados que asaltaban los templos paganos, hicieron en algunos casos lo mismo con las sinagogas, por influjo de ciertas interpretaciones erróneas del Nuevo Testamento relativas al pueblo judío en su conjunto. “En el mundo cristiano -no digo de parte de la Iglesia en cuanto tal- algunas interpretaciones erróneas e injustas del Nuevo Testamento con respecto al pueblo judío y a su supuesta culpabilidad han circulado durante demasiado tiempo, dando lugar a sentimientos de hostilidad en relación con ese pueblo”. Esas interpretaciones del Nuevo Testamento fueron rechazadas. de forma total y definitiva, por el Concilio Vaticano II. No obstante la predicación cristiana del amor hacia todos, incluidos los enemigos, la mentalidad dominante a lo largo de los siglos perjudicó a las minorías y a los que, de algún modo, eran “diferentes”. Sentimientos de antijudaísmo en algunos ambientes cristianos y la brecha existente entre la Iglesia y el pueblo judío llevaron a una discriminación generalizada, que desembocó a veces en expulsiones o en intento de conversiones forzadas. En gran parte del mundo “cristiano”, hasta finales del siglo XVIII, los no cristianos no siempre gozaron de un status jurídico plenamente reconocido. A pesar de ello, los judíos, extendidos por todo el mundo cristiano conservaron sus tradiciones religiosas y sus costumbres propias. Por eso, fueron objeto de sospecha y desconfianza. En tiempos de crisis, como carestías, guerras, epidemias o tensiones sociales, la minoría judía fue a veces tomada como chivo expiatorio, y se convirtió así en víctima de violencia, saqueos e incluso matanzas. Entre el final del siglo XVIII y el inicio del XIX, los judíos habían logrado, por lo general, una posición de igualdad con respecto a los demás ciudadanos en la mayoría de los Estados, y un buen número de ellos llegó a desempeñar funciones importantes en la sociedad. Pero en este mismo contexto histórico, especialmente en el siglo XIX, se desarrolló un nacionalismo exasperado y falso. En un clima de rápidos cambios sociales, los judíos fueron a menudo acusados de ejercer un influjo excesivo en relación con su número. Entonces comenzó a difundirse, con grados diversos, en la mayor parte de Europa, un antijudaísmo esencialmente más sociopolítico que religioso. Durante el mismo periodo, comenzaron a surgir teorías que negaban la unidad de la raza humana, afirmando la diferencia originaria de las razas. En el siglo XX, el nacionalsocialismo en Alemania usó esas ideas como base pseudocientífica para una distinción entre las así llamadas razas nórdico-arias y supuestas razas inferiores. Además, la derrota de Alemania en 1918 y las condiciones humillantes que le impusieron los vencedores, impulsaron en ella una forma extremista de nacionalismo, con la consecuencia de que muchos vieron en el nacionalsocialismo una solución a los problemas del país y, por ello, colaboraron políticamente con ese movimiento. La Iglesia en Alemania respondió condenando el racismo. Dicha condena se realizó por primera vez en la predicación de algunos miembros del clero, en la enseñanza pública de los obispos católicos y en los escritos de periodistas católicos. Ya en febrero y marzo de 1931, el cardenal Bertram de Breslavia, el cardenal Faulhaber y los obispos de Baviera, los obispos de la provincia de Colonia y los de la provincia de Friburgo publicaron sendas cartas pastorales que condenaban el nacionalsocialismo, con su idolatría de la raza y del Estado. El mismo año 1933, en que el nacionalsocialismo alcanzó el poder, los famosos sermones de Adviento del cardenal Faulhaber, a los que no sólo asistieron católicos, sino también protestantes y judíos, tuvieron expresiones de claro rechazo de la propaganda nazi antisemita. A raíz de la ‘Noche de los cristales’, Bernhard Lichtenberg, preboste de la catedral de Berlín, elevó oraciones públicas por los judíos él mismo murió luego en Dachau y fue declarado beato. También el papa Pío XI condenó, de modo solemne, el racismo nazi en la encíclica ‘Mit brennender Sorge’, que se leyó en las iglesias de Alemania el Domingo de Pasión del año 1937, iniciativa que provocó ataques y sanciones contra miembros del clero. El 6 de septiembre de 1938, dirigiéndose a un grupo de peregrinos belgas, Pío XI afirmó: “El antisemitismo es inaceptable. Espiritualmente todos somos semitas”. Pío XI, desde su primera encíclica, ‘Summi pontificatus’, del 20 de octubre de 1939, puso en guardia contra las teorías que negaban la unidad de la raza humana y contra la divinización del Estado, que, según su previsión, llegarían a una verdadera “hora de las tinieblas”.
IV. Antisemitismo nazi y la ‘Shoa’ No se puede ignorar la diferencia que existe entre el ‘antisemitismo’, basado en teorías contrarias a la enseñanza constante de la Iglesia sobre la unidad del género humano y la igual dignidad de todas las razas y de todos los pueblos, y los sentimientos de sospecha y de hostilidad existentes desde siglos, que llamamos ‘antijudaísmo’, de los cuales, por desgracia, también son culpables los cristianos. La ideología nacionalsocialista fue mucho más allá, en el sentido de que se negó a reconocer cualquier realidad trascendente como fuente de la vida y criterio del bien moral. En consecuencia, un grupo humano, y el Estado con el que se había identificado, se arrogó un valor absoluto y decidió borrar la existencia misma del pueblo judío, llamado a dar testimonio del único Dios y de la Ley de la Alianza. Desde el punto de vista teológico, no podemos ignorar el hecho de que no pocos afiliados al partido nazi no sólo mostraron aversión a la idea de una Divina Providencia que actúa en la historia humana, sino que dieron prueba de un odio específico hacia Dios mismo. Lógicamente, esa actitud llevó también al rechazo del cristianismo y al deseo de ver destruida la Iglesia o, por lo menos, sometida a los intereses del Estado nazi. Fue esa ideología extrema la que se convirtió en fundamento de las medidas tomadas, primero para expulsar a los judíos de sus casas y, luego, para exterminarlos. La ‘Shoa’ fue obra de un típico régimen neopagano moderno. Su antisemitismo hundía sus raíces fuera del cristianismo y al tratar de conseguir sus propios fines, no dudó en oponerse a la Iglesia, incluso persiguiendo a sus miembros. Pero conviene preguntarse si la persecución del nazismo con respecto a los judíos no fue facilitada por los prejuicios antijudíos presentes en la mente y en el corazón de algunos cristianos. El sentimiento antijudío, ¿hizo a los cristianos menos sensibles, o incluso indiferentes, ante las persecuciones desencadenadas contra los judíos por el nacionalsocialismo cuando alcanzó el poder? Cualquier respuesta a esta pregunta debe tener en cuenta que estamos tratando de la historia de actitudes y modos de pensar de gente sujeta a múltiples influjos. Más aún, muchos desconocían totalmente la “solución final” que estaba a punto de aplicarse contra todo un pueblo: otros tuvieron miedo por sí mismos y por sus seres queridos: algunos se aprovecharon de la situación; otros, por último, actuaron por envidia. La respuesta se ha de dar caso por caso y, para hacerlo, es necesario conocer cuales fueron las motivaciones precisas de las personas en su situación específica. Al inicio, los jefes del Tercer Reich querían expulsar a los judíos. Por desgracia, los Gobiernos de varios países occidentales de tradición cristiana, incluidos algunos de América del Norte y del Sur, dudaron mucho en abrir sus fronteras a los judíos perseguidos. Aunque no podían prever cuán lejos iban a llegar los líderes nazis en sus intenciones criminales, las autoridades de esas naciones conocían bien las dificultades y los peligros a que se hallaban expuestos los judíos que vivían en los territorios del Tercer Reich. En esas circunstancias, el cierre de las fronteras a la inmigración judía, sea que se debiera a la hostilidad o sospecha antijudía, o a cobardía y falta de clarividencia política, o a egoísmo nacional, constituye un grave peso de conciencia para dichas autoridades. En los territorios donde el nazismo practicó la deportación de masas, la brutalidad que acompañó esos movimientos forzados de gente inerme debería haber llevado a sospechar lo peor. ¿Ofrecieron los cristianos toda asistencia posible a los perseguidos, y en particular a los judíos? Muchos lo hicieron, pero otros no. No se debe olvidar a los que ayudaron a salvar al mayor número de judíos que les fue posible, hasta el punto de poner en peligro su vida. Durante la guerra, y también después, comunidades y personalidades judías expresaron su gratitud por lo que habían hecho en favor de ellos, incluso por lo que había hecho el papa Pío XII, personalmente o a través de sus representantes, para salvar la vida a cientos de miles de judíos. Por esa razón, muchos obispos, sacerdotes, religiosos y laicos fueron condecorados por el Estado de Israel. A pesar de ello, como ha reconocido el papa Juan Pablo II, al lado de esos valerosos hombres y mujeres, la resistencia espiritual y la acción concreta de otros cristianos no fueron las que se podía esperar de unos discípulos de Cristo. No podemos saber cuántos cristianos en países ocupados o gobernados por potencias nazis o por sus aliados constataron con horror la desaparición de sus vecinos judíos, pero no tuvieron la fuerza suficiente para elevar su voz de protesta. Para los cristianos este grave peso de conciencia de sus hermanos y hermanas durante la II Guerra Mundial debe ser una llamada al arrepentimiento. Deploramos profundamente los errores y las culpas de esos hijos e hijas de la Iglesia. Hacemos nuestro lo que dijo el Concilio Vaticano II en la declaración ‘Nostra aetate’, que afirma inequívocamente: “La Iglesia (…) recordando el patrimonio común con los judíos e impulsada no por razones políticas, sino por la religiosa caridad evangélica, deplora los odios, persecuciones y manifestaciones de antisemitismo de que han sido objeto los judíos de cualquier tiempo y por parte de cualquier persona”. Recordamos y hacemos nuestro lo que afirmó el papa Juan Pablo II, al dirigirse a los jefes de la comunidad judía de Estrasburgo en 1988: “Repito de nuevo, junto con vosotros, la mas firme condena de todo antisemitismo y de todo racismo, opuestos a los principios del cristianismo”. La Iglesia católica repudia, por consiguiente, toda persecución, en cualquier lugar y tiempo, perpetrada contra un pueblo o un grupo humano. Condena del modo más firme todas las formas de genocidio, así como las ideologías racistas que las han hecho posibles. Dirigiendo la mirada a este siglo, nos entristece profundamente la violencia que ha afectado a grupos enteros de pueblos y naciones. Recordamos, en particular, la matanza de los armenios, las innumerables víctimas en Ucrania durante la década de 1930, el genocidio de los gitanos, también fruto de ideas racistas, y tragedias semejantes ocurridas en América, en Africa y en los Balcanes. No olvidamos los millones de víctimas de la ideología totalitaria en la Unión Soviética, en China, en Camboya y en otros lugares. Y tampoco podemos olvidar el drama de Oriente Medio, cuyos aspectos son muy conocidos. Incluso mientras hacemos esta reflexión, “demasiados hombres son todavía víctimas de sus hermanos”.
V. Mirando juntos hacia un futuro común Mirando hacia el futuro de las relaciones entre judíos y cristianos, en primer lugar pedimos a nuestros hermanos y hermanas católicos que tomen mayor conciencia de las raíces judías de su fe. Les pedimos que recuerden que Jesús era un descendiente de David: que del pueblo judío nacieron la Virgen María y los apóstoles: que la Iglesia se alimenta de las raíces de aquel buen olivo en el que se injertaron luego las ramas del olivo silvestre de los gentiles (cf. RM 11, 17-24): que los judíos son nuestros hermanos queridos y amados y que, en cierto sentido, son realmente “nuestros hermanos mayores”. Al final de este milenio, la Iglesia católica desea expresar su profundo pesar por las faltas de sus hijos e hijas en las diversas épocas. Se trata de un acto de arrepentimiento (‘teshuva’) pues como miembros de la Iglesia, compartimos tanto los pecados como los méritos de todos sus hijos. La Iglesia se acerca con profundo respeto y gran compasión a la experiencia del exterminio, la ‘Shoa’, que sufrió el pueblo judío durante la II Guerra Mundial. No se trata de meras palabras, sino de un compromiso vinculante. “Nos arriesgaríamos a hacer morir nuevamente a las víctimas de muertes atroces, si no sintiéramos pasión por la justicia y no nos comprometiéramos, cada uno según sus propias posibilidades, a lograr que el mal no prevalezca sobre el bien, como sucedió a millones de hijos del pueblo judío… La humanidad no puede permitir que todo esto suceda nuevamente”. Pedimos a Dios que nuestro dolor por la tragedia que el pueblo judío ha sufrido en nuestro siglo lleve a nuevas relaciones con el pueblo judío. Deseamos transformar la conciencia de los pecados del pasado en un firme compromiso de construir un nuevo futuro, en el que no existan sentimientos antijudíos entre los cristianos o sentimientos anticristianos entre los judíos, sino más bien un respeto recíproco, como: conviene a quienes adoran al único Creador y Señor y tienen un padre común en la fe, Abraham. Invitamos, por último, a todos los hombres y mujeres de buena voluntad a reflexionar profundamente en el significado de la ‘Shoa’. Las víctimas, desde sus tumbas, y los supervivientes mediante su emotivo testimonio de lo que sufrieron, se han convertido en un fuerte clamor que llama la atención de la humanidad entera. Recordar ese terrible drama significa tomar plena conciencia de la saludable advertencia que implica: a las semillas podridas del antijudaísmo y del antisemitismo jamás se les debe permitir echar raíces en ningún corazón humano.
Cardenal Edward Idris Cassidy. Presidente de la Comisión Pontificia para la Promoción de la Unidad de los Cristianos. Pierre Duprey. Obispo titular de Thibaris. Vicepresidente