Hay dos maneras de hacer la historia del Holocausto (de la Shoá por su nombre hebreo); estas son:
– La historia “estadística”; la historia de los grandes números, simples símbolos matemáticos que no nos hablan del hambre, de sufrimiento, de la humillación, ni de las personas.
– La historia anecdótica, la que se recrea -si cabe la expresión- en los detalles, en el sufrimiento producido por cada tortura, en los rostros de cada uno de los prisioneros, en los diálogos sostenidos clandestinamente o dentro de las barracas en las frías y oscuras noches de los campos de concentración.
Probablemente la manera correcta de recordar la Shoá, de hacer historia en torno a ella, se encuentra en un difícil término medio.
No se deben olvidar las grandes cifras, la visión global de tan terrible herencia para la humanidad; pero tampoco deben olvidarse los dramas individuales: la lucha por la vida de cada prisionero, la muerte inmediata de muchos hombres, mujeres y niños recién bajados de los trenes, los cuales, muchas veces, habían sido transportados durante días enteros a través de miles de kilómetros.
La declaración universal de los derechos humanos comienza con una afirmación tajante y llena de sentido, la cual puede, sin embargo, pasar desapercibida. En el primero de los considerandos de dicha declaración se lee: “Considerando que la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana”, etcétera.
Este considerando señala varios elementos importantísimos con miras a aclarar de qué manera durante el Holocausto, durante la Shoá, se presentó un olvido -cuando no una explícita y consciente negación- de la dignidad humana.
El considerando que he citado afirma que “la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base…”. La libertad, la justicia y la paz se encuentran entre las más elevadas aspiraciones de la humanidad. La declaración señala que, para hacer realidad estas aspiraciones, es necesario, como su verdadero fundamento, “el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana”.
Primer punto, “el reconocimiento de la dignidad intrínseca”, lo cual quiere decir que la dignidad no es otorgada por nadie, no es una facultad que se ejerce porque otro la concede o la dona; la dignidad es intrínseca a la persona; la posee sin podérsela arrebatar, ni renunciar a ella. Por eso, en segundo término, la declaración dice enseguida: “el reconocimiento. de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana”. Así, se establece claramente que los derechos humanos y la dignidad humana son iguales para todos y, además, inalienables en sentido o situación alguna.
En el viaje que realizamos un grupo de académicos de nuestra universidad, junto con estudiosos de otras universidades, tuvimos oportunidad de visitar algunos campos de concentración.
Caminar por estos sitios, en los cuales tantas y tantas personas perdieron su vida; en los cuales tantas personas fueron humilladas, maltratadas, despojadas de todos sus bienes y alejadas de sus lugares de origen y de sus familias para, finalmente, asesinarlas impunemente de las maneras más crueles y diversas, resultó una experiencia extraordinariamente fuerte.
¿Cómo es posible que algunos miembros de la humanidad, e incluso pueblos enteros, creyeran de verdad que lo mejor que podía hacerse con ciertos grupos de población era exterminarlos, asesinarlos, llevarlos a su plena desaparición? Y aún más, ¿cómo se llega a la convicción de que hay que hacer algo con las personas?
Las fuerzas nazis persiguieron a ciertos grupos en particular y a ciertos tipos de personas para enviarlas a los campos de concentración. Por supuesto, numéricamente predominaron, y con mucho, los judíos. Sin embargo, también se envió a los campos a población civil polaca, especialmente como castigo por la huida de algún prisionero; se persiguió a los opositores políticos del régimen nazi, a los Testigos de Jehová, a los homosexuales y, finalmente, a criminales comunes.
Los campos de concentración, y la forma en la que finalmente quedaron organizados, responde a una cuestión que preocupó a la alta jerarquía nazi: ¿cómo proceder al exterminio masivo de núcleos de población no deseados por los nazis, sin con ello exponerse a la crítica internacional y sin graves daños, especialmente psicológicos, para los soldados?
Ciertamente en un principio los asesinatos masivos y directos fueron el sistema. Los soldados nazis llevaban a estos ancianos, ancianas, hombres, mujeres, niños y niñas a ciertas regiones boscosas y solitarias, por ejemplo, y allí disparaban indiscriminadamente contra estas personas inocentes. Por supuesto que este tipo de asesinatos dejó profundas huellas y perturbaciones en los soldados que los ejecutaban. El consumo de alcohol alcanzó niveles escandalosos y otras adicciones se convirtieron en cosa común.
Así, la jerarquía nazi, por intermedio de Heinrich Himmler, encargó particularmente a Rudolf Hess y a otros generales, la transformación de algunos campos de prisioneros en campos de muerte, donde el asesinato adquiriera un cierto tinte de impersonalidad y pudiera realizarse en proporciones industriales.
Esta última expresión, “la muerte industrializada” no es una metáfora, sino una de las descripciones más precisas de lo que sucedió en los campos de concentración.
Debo confesar que durante mucho tiempo pensé que los campos de concentración y que la muerte dentro de los campos eran actos de guerra. Pensé que formaban parte de la estrategia militar y que alguna ventaja bélica debía proporcionar a los nazis. Con sorpresa y horror descubro que no es así. De hecho, la administración de los campos y el traslado de grandes masas humanas era más bien un gasto para el gobierno nazi. Los campos eran una distracción de recursos que, en ciertas ocasiones, provocaron desabastecimiento en el frente de batalla, por sólo mencionar un caso.
No. Los campos no reportaban beneficio concreto alguno a los nazis. El único sostén y el único interés de los campos era el ideológico. Los campos estaban ahí para acabar con esa población indeseable desde la perspectiva del racismo y el antisemitismo nazi. Los campos de concentración fueron sólo una manera institucionalizada e industrializada de dar muerte a aquellos que, en otras circunstancias, habrían sido igualmente ametrallados en ocultos y solitarios sitios de los bosques.
Con esto quiero señalar que las cámaras de gas, la terrible subalimentación, el trabajo extenuante, el frío y el calor, el hambre y la sed, fueron otros tantos medios que utilizaron los nazis con el fin de exterminar a ciertas personas, a muchísimas personas, sin tener que asesinarlas con sus propias manos.
Por ejemplo, un “logro” de los campos fue la despersonalización de la muerte. En realidad todo giraba alrededor de la muerte y el sufrimiento y, sin embargo, ningún nazi se sentía particularmente responsable: quien organizaba a los grupos que desembarcaban de los trenes no eran los mismos que los conducían hacia las cámaras; quien custodiaba la entrada a las cámaras era distinto del que daba indicaciones y cerraba las puertas; llegado este momento, era un soldado distinto quien abría un hueco en el techo de las cámaras y lanzaba las latas de gas venenoso con el Zyklon-B activado. Cada uno de estos soldados se retiraba “limpiamente”. Sólo participaba en un paso del proceso, por lo que la responsabilidad por el evento mismo se diluía.
Generalmente no eran nazis los que retiraban los cuerpos inertes de las cámaras, eran los kapos miembros del llamado Sonder Kommando; se trataba de prisioneros que recibían un trato especial por realizar tan macabras labores. Los cuerpos eran llevados a los crematorios, donde los recibía otro nazi, cuya única responsabilidad era supervisar la entrada de los cuerpos en los hornos y el retiro posterior de cenizas, que llegaban a formar con el tiempo verdaderas montañas.
Así, nadie se sentía particularmente responsable y la matanza, además, resultaba mucho más “eficiente”. En ciertos campos, por ejemplo, Majdanek, se llegó a la cifra de dieciocho mil muertes en un solo día; es explicable, por tanto, que en este mismo campo de Majdanek exista un mausoleo con 17 toneladas de cenizas humanas.
Los campos de concentración fueron verdaderas industrias de la muerte, establecidas con el único fin de desaparecer núcleos de población ideológicamente inaceptables para los nazis.
De este modo, podemos darnos cuenta de que el régimen nazi “olvidó” y, mejor dicho, no reconoció la dignidad humana de cada uno de los judíos, de cada uno de los polacos, de cada uno de los opositores al régimen y, entonces, se sintió facultado para realizar una inclemente y sistemática persecución.
Se cuenta que el discurso nazi en torno de los asesinatos masivos era, digamos, de carácter médico. Se decía a los soldados que los judíos, eran la enfermedad de la humanidad; así, cuando uno está enfermo, claro está que no disfruta, ni tampoco se duele, por la muerte de las bacterias. Por tanto, igualmente debía de ser con el asesinato en los campos: debía ser sin dolor y sin placer. Era un acto natural y necesario que no debía despertar la más mínima emoción en los soldados: exactamente igual que la erradicación de ciertos seres microscópicos.
Cuando la dignidad humana queda en el olvido, cuando se cree que la dignidad humana no es la misma para todos, entonces es posible realizar cruentos actos de persecución y explotación contra el otro, contra el distinto, contra aquel a quien no le reconozco su humanidad, y que sin embargo es del todo idéntica a la mía.
Hay una discusión académica muy seria acerca de la Shoá. Esta gira en torno a la cuestión de cómo fue posible que algo así sucediera. Hay quien piensa que sólo en una Alemania como la de los años cuarenta, con un líder como Hitler, era posible que esto pasara. Así, el resto de la humanidad resultamos inocentes espectadores de tan terrible drama y quedamos limpios de sospecha, pues es imposible que participemos en un evento así.
La realidad es un poco más compleja. No podemos afirmar tajantemente que una tragedia como la Shoá no se volverá a repetir. No podemos afirmar que el hombre moderno es incapaz de involucrarse en una dinámica de persecución y muerte como la de la Shoá. De hecho, hay tantos movimientos racistas, supremacistas y antisemitas hoy día en nuestro mundo, como nunca en la historia. Incluso, el nazismo está vivo.
El olvido de la dignidad humana no es parte de la historia, sino de una realidad que a nosotros nos corresponde vivir. Debemos vivir nuestro presente en el recuerdo significativo del pasado (lo que constituye la genuina memoria) y con una gran capacidad crítica y reconciliadora ante el futuro. Porque en el olvido de la dignidad de las personas se gestan los genocidios, las persecuciones y el drama del dolor humano producido por otro ser humano.
* Carlos Lepe Pineda es Licenciado en Filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México, actualmente cursa la maestría en Humanidades en la Universidad Anáhuac.
Profesor de Tiempo Completo en la Coordinación General de Humanidades de la Universidad Anáhuac. Coordinador de las áreas académicas de Religión y Filosofía.
Ha participado en diversas publicaciones filosóficas de carácter nacional.
Participante del “Viaje de Estudios a Polonia e Israel” para académicos mexicanos organizado por Tribuna Israelita en octubre de 1999.