Cuando entré a la directiva del club, yo sabía que eso no era trabajo… eso era un servicio”. Y tenía razón. Aunque, a decir verdad, hubo noches en que yo hubiera preferido cargar costales de harina en el mercado Juárez que cargar con el ánimo de toda la comunidad.
Esto pasaba allá por los años veinte. Monterrey todavía olía a leña por las mañanas, los hombres usaban tirantes y las señoras caminaban elegantes por la calle. El club no era un edificio moderno ni mucho menos: era una casona vieja, suelos de mosaico y un escritorio grande al fondo que parecía sacado de una novela rusa.
Y ahí me tocó, junto con otros valientes (o ingenuos, depende a quién le pregunte), echar a andar esa maquinaria comunitaria. Yo llegaba y lo primero que hacía era abrir las ventanas y comenzaba a preparar el salón para una clase de español, o para la reunión de lectura, o para la visita de algún paisano necesitado.
Había días que el club parecía estación de tren: entraban y salían jóvenes recién llegados de Europa, cargando maletas de cartón y esperanza. Unos hablaban en yiddish, otros chapurreaban algo de alemán o ruso, y todos, todos, querían saber cómo se decía “gracias” en español. Ahí estaba yo, explicando con las manos y los ojos, como si fuera un gran actor.
En las noches, los miembros de la directiva nos turnábamos para pasar a revisar que todo estuviera en orden. Bueno, la verdad es que nadie se acordaba de su turno… excepto yo. Pero no me pesaba. Me gustaba caminar por la calle semioscura, oír el silbido del sereno a lo lejos, y abrir la puerta del club que siempre rechinaba igual. Era como visitar una parte de mí que no conocía durante el día.
Una vez me quedé hasta las dos de la mañana escribiendo los carteles para una kermés. Usaba tinta china y una pluma de esas que se mojan en tintero y hasta ensayé con los muchachos una canción para abrir el evento. “Tumbalalika”, con acento regiomontano.
¿Y las emergencias? Sí, había muchas. Enfermos, recién llegados, pero también había una red de ayuda que tejíamos entre todos: una señora donaba leche, otra preparaba sopas, y yo iba, con mi cuaderno de notas y mi sonrisa, a coordinar lo incoordinalbe. Sentía que mi trabajo era, sobre todo, escuchar.
Un día propuse que hiciéramos un Comité de Bienvenida para los inmigrantes nuevos. ¡Y lo hicimos! Las señoras organizaron una cena con kuguel, pepinillos y arroz con pollo. Hubo discursos, canciones, y hasta brindis con jugo de uva. Y por una noche, ese club chiquito, con sus sillas disparejas y cortinas mal colgadas fue el lugar más alegre de Monterrey.
A veces me dolían los pies y más de una vez me tocó limpiar después de todos.
Pero cuando uno enciende las luces del salón y ve a los muchachos aprendiendo español, a las señoras riendo, a los viejos compartiendo recuerdos… uno entiende que esto no es trabajo. Es vida.
Y en ese caos, en esa entrega, encontré un propósito que no se enseña en ningún libro. A veces, cuando paso frente al club y escucho voces adentro, me dan ganas de entrar otra vez, como aquel primer día. Con sombrero, cuaderno… y el corazón dispuesto.