La presencia judía en España data de tiempos inmemoriales y ha estado caracterizada por una serie de altibajos y contrastes que comprenden desde las épocas más gloriosas de convivencia y esplendor, hasta las más terribles injusticias y persecuciones. La historia de España se encuentra enriquecida y transformada permanentemente por la presencia judía en su territorio; y el pueblo judío recibe, de los judíos españoles, un legado único en su género: la cultura sefaradí.
La primera referencia concreta a Sfarad, nombre por el que los judíos conocieron a la península ibérica durante su larga estadía, aparece en la Biblia en el libro de Abdias, unos 600 años antes de la era común.
Según ciertas versiones, la primera oleada judía llegó a la península ibérica desde tiempos de Nabucodonosor, Rey de Babilonia (siglo V, a.e.c.). Posteriormente, los judíos que se rebelaron contra el dominio romano en Judea ya escribían cartas en las cuales pedían ayuda a los judíos de Sfarad 40 años antes de la era cristiana.
Sin embargo, testimonio fehaciente de la presencia judía en España data de comienzos del siglo III, e.c. Una lápida encontrada en Adra (Granada), nos da cuenta exacta del primer personaje de este pueblo que encontramos en Sfarad: una niña de un año, 4 meses y un día. Su presencia nos confirma que en las postrimerías del siglo II los judíos españoles no sólo estaban firmemente establecidos en el suelo peninsular, sino que nada les obligaba a ocultar su presencia.
A través de los siglos, los judíos españoles vivieron bajo el dominio de diferentes sociedades e imperios: los romanos cristianos, los visigodos, los musulmanes y los españoles católicos, que finalmente los expulsaron en 1492, aunque esto no significó la obliteración total de la presencia judía en la península.
Según Juan G. Atienza, historiador español, es seguro que hubo entre judíos e hispano-romanos una relación estrecha y una íntima convivencia que superaba ampliamente las barreras religiosas. En 314, el concilio de Elvira trato de romper esta relación al dictar la primera serie de normas que ordenaba la total separación de judíos y cristianos, tanto a nivel matrimonial como en el orden social.
La política discriminatoria dictada por este concilio se mantuvo hasta la conquista visigoda en 415. Los visigodos practicaban el credo arriano y para ellos, el acercamiento a la minoría judía representaba la consolidación de su poder frente a los hispanos cristianos conquistados. Es por esto que durante el reinado de los visigodos arrianos los judíos españoles gozaron de grandes ventajas: tuvieron acceso a cargos oficiales, quedaron protegidos frente a las posibles acciones de la Iglesia Católica y gozaron de libertad para participar activamente en la vida del reino y de igualdad con sus habitantes.
Sin embargo, estas ventajas duraron poco tiempo. En el III concilio de Toledo (589), el rey Ricardo I se convirtió al catolicismo y toda la península volvió a ser oficialmente católica. El concilio toledano ordenó la reimplantación de las consignas de Elvira. Esta segregación se recrudeció hasta desembocar en el primer edicto de expulsión ordenado por el rey Sisebuto (612) y que impuso abandonar el reino a todos los judíos que se negasen a la conversión.
Por primera vez los judíos se encontraban ante una alternativa que iba a repetirse de modo cíclico en los siguientes 900 años en toda Europa: conversión, o expulsión… o la muerte. Ya entonces, los judíos comprendieron que la conversión era la única alternativa viable para su sobrevivencia como pueblo. La conversión no podía representar una verdadera abjuración de sus convicciones y tradiciones milenarias más íntimas. La gran mayoría opto por permanecer absolutamente fiel a la ley mosaica, pero fingiendo observar la fe católica.
En 694, el rey Egica persigue a los judíos, acusándolos de conspirar con los musulmanes para derrocar al reinado godo. Convierte a todos en esclavos y confisca sus propiedades y pertenencias. En 711, los musulmanes invaden la península y comienza un periodo de auge en la España islámica conocido como la Edad de Oro.
De la esclavitud, los judíos pasaron a la consideración reconocida de los nuevos gobernantes. En aquella tierra peninsular que para los musulmanes se llamaba Al Andalus y para los judíos, Sfarad, estos comenzaron a vivir uno de los momentos más gloriosos de la Diáspora. Fungieron como intermediarios e interpretes entre los conquistadores y los conquistados y pudieron participar de la prosperidad que trajeron consigo los musulmanes.
El emirato cordobés y el califato subsecuente fueron una época de esplendor judío y musulmán a todos los niveles. Los judíos participaron en el próspero comercio con los países de Oriente y fueron grandes administradores y consejeros políticos de los califas. Esto les permitió desarrollar su propia cultura y atraer a los más grandes exponentes de la ciencia y de la espiritualidad judía que se hallaban dispersos por el orbe.
No hubo un solo campo del conocimiento donde no haya destacado al menos una luminaria judía de primera magnitud. Entre estas figuran científicos, poetas, filósofos, cabalistas y médicos de la talla de Moisés Ibn Ezra, Salomón Ibn Gabirol, Yehuda Ha Levi, Moisés Maimónides, Samuel Ibn Nagrella, Jasdai Ibn Shaprut, Benjamín de Tudela y Josef Caro, entre otros.
Los grandes escolásticos judíos aprovecharon la indudable tolerancia religiosa de los musulmanes y convirtieron a España en el centro talmúdico más importante después de los centros de Jerusalem y Babilonia. Hoy es imposible estudiar los libros sagrados hebreos sin tomar en cuenta las aportaciones fundamentales de los sabios judeo-españoles.
Al derrumbarse el califato, Al Andalus se convirtió en una pluralidad de pequeños reinos rivales, sin poder político ante la preponderancia que iban adquiriendo los reinos cristianos del norte. Con el hundimiento del califato, la atomización del poder y la islamización constante del pueblo, los judíos experimentaron abandono una vez más. Fueron víctimas de terribles matanzas en Córdoba (1013) y en Granada (1066 y 1070). Es entonces cuando encontraron inspiración en el renacimiento de la lengua hebrea y de los estudios bíblicos y en el deseo del retorno a Sión.
Las ciudades islámicas cayeron en manos de príncipes cristianos y los judíos cambiaron de amo, su seguridad mas precaria que nunca. A partir de entonces, los judíos fueron perseguidos con mayor ímpetu por los musulmanes que por los cristianos. Los sefardíes fueron bien acogidos en los primeros reinos cristianos por la imperante necesidad de repoblar las ciudades, que al finalizar las luchas se hallaban prácticamente desiertas. Es cierto que hubo judíos en las zonas cristianas antes del siglo X, pero sólo con la expansión territorial cristiana se hicieron gente y pueblo entre los cristianos. El odio por el pretendido deicidio y por la colaboración con los musulmanes se atenuó ante las necesidades que forjaban las circunstancias. Los judíos volvieron a hacerse cargo de las tareas administrativas y ayudaron en la consolidación de los reinos cristianos.
La vida de los judíos españoles entre los siglos XII y XV muestra una serie de vicisitudes que modelan su existencia desde la cumbre de la prosperidad a las más crueles masacres. El momento culminante de los judíos peninsulares coincide con los reinados de Fernando III y Alfonso X en Castilla y con los de Jaime I y Pedro III en Aragón. Entonces florece Toledo como el centro de la cultura judía, con su famosa Escuela de Traductores; se intensifican los estudios talmúdicos y surgen nuevamente grandes poetas, médicos, astrónomos, matemáticos, filósofos y conocedores de lenguas capaces de crear un renacimiento cultural que llevó por toda Europa las obras más importantes de la antigüedad clásica. Muchos judíos se encontraban entre los engendradores del humanismo que nacería dos siglos después con el Renacimiento.
Esta época conformó la gloria judía en la España cristiana. Por unos años, los sefaradíes vivieron un momento de auténtico esplendor, aunque siempre acompañado de la inseguridad ante los caprichos de los gobernantes y del poderoso clero católico. Bastó que el poder real se disolviera en pugnas internas para que un mínimo estímulo como una calumnia desatara la sangrienta violencia de las masas -apoyadas por la Iglesia- contra los judíos.
La discriminación y el abuso lograron terminar con la convivencia entre judíos y cristianos. Los primeros acentuaron sus diferencias con el resto de la población y se concentraron en no perder su unidad, lo único que los podía mantener a salvo. Los judíos fueron acusados de portar la peste negra y azotados con un sinfín de injusticias y arbitrariedades por parte de reyes, clero, nobleza y pueblo. Para 1391, las matanzas de judíos llegaron a la apoteosis de la crueldad, impulsadas por la agitación virulentamente antisemita de Ferrant Martínez, arcediano de la catedral de Sevilla. En total, en esta ciudad así como en Córdoba, Castilla y Aragón se calcula que unos 60,000 judíos fueron sacrificados. En cuestión de meses, todas las juderías de España quedaron prácticamente destruidas, su población diezmada y empobrecida.
Es entonces cuando surge la gran campaña en pos de conversiones desatada por Fray Vicente Ferrer, quien deja a los judíos españoles dos alternativas: convertirse o morir. El camino de la conversión es tomado por muchos judíos. La mayor parte de ellos continúa obedeciendo la ley talmúdica en el secreto de sus hogares. Pero, extrañamente, también existen algunos fanáticos conversos -entre los que llegan a aparecer clérigos y obispos- que se convierten en defensores a ultranza de su nueva fe y pasan a ser un auténtico peligro para sus antiguos correligionarios y para los conversos, denominados despectivamente marranos. La persecución es despiadada: desde 1408 los judíos son obligados a usar distintivos especiales, se consagran como iglesias cristianas numerosas sinagogas, surgen calumnias y acusaciones falsas de asesinatos rituales y profanaciones.
Sin embargo, los conversos recientes forman importantes familias cristianas, lo que hace afirmar al reconocido historiador, Profesor Claudio Sánchez Albornoz: “Soy de los que creen que, en España, del rey abajo ninguno puede estar seguro de no contar algún judío entre sus antepasados, y tanto menos cuanto más cerca se encuentra cada cual de las altas jerarquías sociales.
En estas circunstancias, durante el reinado conjunto de Fernando de Aragón e Isabel I de Castilla, la Inquisición se implantó como tribunal permanente para combatir más a los falsos conversos que a los judíos segregados. En esta época se planteó la guerra contra el reino de Granada, el último reducto islámico en España. El deseo de llevar a cabo la unidad territorial y religiosa de los Reyes Católicos se concentró en esta última conquista. A pesar de que judíos como Don Isaac Abrabanel y Abraham Senior colaboraron con la reina Isabel en el abastecimiento de los ejércitos cristianos, contra todas sus esperanzas de ayudar a sus hermanos sefaradíes, 60 días después de la toma de Granada un edicto real ordenó que en el plazo de cuatro meses abandonaran los reinos españoles todos los judíos fieles a su fe que en ellos residieran y dejaran en España todo lo que les pertenecía.
A fines de julio de 1492 salieron de los reinos españoles entre 270,000 y 440,000 judíos. Dejaban tras ellos hogares, sinagogas y siglos de la grandiosa cultura judeo-española. Los exiliados se repartieron por Europa y por toda la cuenca mediterránea con un arraigo profundo de su españolidad que perduró hasta nuestros días en la lengua de los judíos sefaradíes, el ladino, y en sus costumbres milenarias.
Los conversos que quedaron en la península sufrieron un terrible destino. Solamente durante el mandato del gran inquisidor Torquemada fueron procesadas, ejecutadas y castigadas 114,401 personas, entre judíos, conversos y herejes. Los procesos siguieron -aunque a menor escala- hasta su abolición en el siglo XIX.
Se sabe que muchos judíos lograron abandonar España al acompañar a Cristóbal Colón en su viaje hacia las Indias, y así llegaron a América. Tres judíos: Luis de Santangel, Isaac Abrabanel y Abraham Zacuto posibilitaron y financiaron el viaje. Los conversos fueron parte integral de la conquista, aunque también en el Nuevo Mundo fueron alcanzados por el largo brazo de los tribunales del Santo Oficio. Ahora, a más de 500 años de la dolorosa expulsión, viven en España unos 12,000 sefaradíes, principalmente en Madrid y en Barcelona. En 1992, Toledo ha sido declarada capital de “Sfarad 92” y en ella se conmemorara la presencia judía en España a través de los siglos. En este país se vive actualmente un resurgimiento del interés por la cultura judeo-española. En 1986 España e Israel establecieron, relaciones diplomáticas por primera vez y el intercambio cultural y económico está floreciendo nuevamente. Por fin, después de tantos siglos de historia común, se renueva la convivencia entre estos dos pueblos, cuya historia conjunta creo una amalgama cultural única en su género y que representa un capitulo de máxima importancia en la cultura occidental, así como en la historia universal.