La historia de los pueblos ha estado caracterizada, entre muchas otras cosas, por movimientos migratorios debidos a infinidad de factores. La búsqueda de terruños con los elementos naturales necesarios para la sobrevivencia, cambios en el medio ambiente, así como conquistadores que han desplazado a las poblaciones autóctonas constituyen algunas de las causas que han obligado a los grupos humanos a emigrar de un sitio a otro.
Uno de los pueblos que ha vivido más intensamente estos procesos migratorios ha sido por antonomasia el pueblo judío. De hecho, éstos han llegado a constituirse en un suceso central para comprender el ethos judío. Pocos son los pueblos cuya inmensa mayoría ha vivido fuera de la tierra de sus antepasados, lejos del lugar original donde forjaron sus creencias y tradiciones. Pocos también son los pueblos que han transformado el regreso a esta tierra natal en símbolo de renacimiento, tanto nacional como espiritual a través de siglos de dispersión.
El término “diáspora” que proviene del griego y que significa “diseminación”, es asociado comúnmente con el pueblo judío. Muchos historiadores sitúan el surgimiento de la Diáspora con la destrucción del Primer Templo de Jerusalem, pero en realidad la dispersión se inició mucho antes.
Debido a su situación geográfica, por siglos, la tierra que habitaban los hebreos sufrió diversas invasiones. Durante estas violentas conquistas, aunque una parte sustancial del pueblo hebreo siempre permaneció en ella, muchos fueron deportados, otros fueron vendidos como esclavos y solamente algunos cuantos lograron huir a otros países sin olvidar su vínculo con Sión.
Cuando en 586 a.e.c. Nabuconodosor -Rey de Babilonia- sitió y conquistó Jerusalem y destruyó el Templo de Salomón, la dispersión se intensificó. La mayor parte de la población fue llevada al exilio en Babilonia era una nación con una economía próspera je hacia Egipto y otros cuantos permanecieron en Samaria preservando su forma de vida original por muchos siglos de aislamiento.
Para los exiliados y a diferencia de su tierra natal, Babilonia era una nación con un economía próspera y tierras muy fértiles, y les permitió participar en la vida del imperio y organizar su propia comunidad.
Evil-Merodach, sucesor de Nabuconodosor, mostró una actitud más benévola hacia los judíos y la mayoría de los exiliados pudo adaptarse a esta nueva vida fuera de sus tierras de origen.
En 538 a.e.c. los persas conquistaron Babilonia. El rey Ciro se encontró con un imperio que dominaba numerosas nacionalidades y adoptó una política de conciliación y tolerancia. Ciro permitió a los judíos el retorno a Judea y la reconstrucción del Templo de Jerusalem.
Sin embargo, gran parte de los exiliados decidió permanecer en Babilonia y durante siglos envió contribuciones al desarrollo de su tierra natal, evitando así cortar los lazos espirituales y materiales con ésta. Los judíos que emprendieron el retorno se dedicaron a reconstruir el templo y a reorganizar la nación. La conquista persa estableció la diferencia entre el exilio forzado y el inicio de la vida en la Diáspora.
Los núcleos judíos en la Diáspora continuaron firmes en su creencia monoteísta y en sus tradiciones milenarias. Sin embargo, se adaptaron a las condiciones de vida en sus nuevos países y pasaron a formar parte integral de ellos.
La preservación de los ideales judíos fue una preocupación constante de las comunidades judías de la Diáspora La pregunta era ¿cómo participar activamente en una sociedad más amplia sin perder las raíces culturales y religiosas que los constituían como miembros de un pueblo específico? Como respuesta, los rabinos -líderes espirituales de este pueblo- formularon una serie de leyes indispensables para el equilibrio de esta interacción cultural, social y étnica.
Al conjunto de leyes humanitarias y morales se le denominó “Talmud” y proporcionó al pueblo judío una serie de sabios lineamientos para preservar sus condiciones particulares de vida, además de que aseguró el que se salvaguardaran elementos esenciales en la cultura judía como el idioma y la liturgia. Así por ejemplo, se redactó el primer diccionario y gramática en hebreo, se estandarizó la liturgia judaica y se transcribieron las oraciones tradicionales.
En 333 a.e.c. Alejandro Magno conquistó Judea y pronto se desarrolló un nuevo centro cultural judío: Alejandría, que junto con Jerusalem estuvo caracterizado por la gran influencia helénica que recibió en sus costumbres.
Sirios y egipcios también tuvieron dominio sobre Judea hasta que el Imperio Romano la reconquistó definitivamente. Por espacio de varios siglos los judíos estuvieron sometidos al yugo romano, hasta que en el año 66 e.c. produjeron un levantamiento general. Este fue el inicio de una serie de pugnas que concluyeron con la caída de Jerusalem y la destrucción del Segundo Templo en 70 e.c.
Los judíos fueron llevados en cautiverio a Roma y vendidos como esclavos. Por ende, el retorno a Jerusalem se convirtió en un ideal de libertad que no sólo obstruyó la posible asimilación de la identidad judía, sino que creó un fuerte lazo de unión espiritual entre los judíos de Judea y los que quedaban dispersos.
Después de la destrucción del Segundo Templo, la unidad de este pueblo permaneció intacta. Esto se debió principalmente a que conservaron los factores de su identidad judía sin menospreciar las leyes y costumbres de los países que habitaron, identificándose plenamente con las naciones que los acogieron.
Actualmente, numerosos núcleos judíos se encuentran diseminados por el orbe a pesar de que la existencia de un Estado Judío moderno es ahora una realidad consumada. Sin tener un territorio propio durante siglos, los judíos lucharon cotidianamente contra la desaparición de su cultura y lograron preservar su herencia y su esencia. El anhelo del retorno ha pasado a ser, para muchos judíos, una metáfora de su renacimiento como hombres libres y soberanos, iguales ante la sociedad de naciones.